sábado, 25 de septiembre de 2010

Jorge R. Sagastume: Journal du secrète [ur].

Jorge R. Sagastume



Creo que han descubierto mi secreto.

Eran las cinco de la mañana y ya no podía dormir; el mundo exterior se escuchaba con dolor impidiendo que volviera a conciliar el sueño.  El vecino de la derecha y su esposa se ventilaban los trapitos al sol, como si viviesen en el medio del campo: sin pudor y sin vergüenza hacían públicos sus problemas.  El escultor del piso de arriba, desde temprano, ruidosamente esculpía sexo y pasión en su modelo.  La viuda de la izquierda, a dos días de fallecer su esposo, recibía abiertamente al portero—yo los oía desde la cama, se decían cositas en el pasillo.  El de abajo ya había comenzado sus oraciones matinales en voz alta, muy alta, en las que pedía perdón por haber comprado de su hijo un sobre de marihuana, y prometía a su dios delatarlo a las autoridades.  El diariero ya gritaba las nuevas en la esquina.

Decidí vestirme e ir a comprar el periódico.

Para asegurarme de que mi imaginación no me engañaba crucé la calle y observé desde la vereda de enfrente mi edificio de apartamentos.  Podía identificar sin dificultad el mío: era el único a oscuras.  El de la derecha desplegaba una escena fabulosa de platos voladores y gesticulaciones obscenas, el matrimonio, en forma muy peculiar, mostraba al mundo el amor que los unía.  Desde el estudio de arriba  se traslucía descarada y orgullosamente una escena erótica, en la cual los protagonistas daban a conocer sus posiciones sexuales predilectas.  La viuda ya hacía su entrada con el portero y, a medida que se movían hacia el interior del apartamento, ella ponía boca abajo los retratos del difunto con una mano, a la vez que le desabrochaba la bragueta a su amante con la otra (olvidaron cerrar la puerta.  Olvido intencional).  El religioso de abajo había abierto todas las ventanas y desde la acera se podían oír con nitidez sus súplicas. 

No presté atención a los demás apartamentos de mi conventillo; me dirigí al puesto de diarios y revistas y compré un ejemplar del MORNING SHOUT.

En el ascensor ojeé el periódico y me enteré de las futuras actividades de los políticos, incluso las del presidente.  En nuestra era moderna, aún los políticos hacen públicas sus vidas, para evitar ser descubiertos en sus pasiones y acusados de perversión.  Siempre y cuando el comportamiento objetable sea público no presenta objeción.  Es otra historia si se lo esconde como un secreto. 

Ya nadie guarda secretos hoy en día ¿Te das cuenta del costo de los secretos? 

En el ascensor mi lectura se vio interrumpida por la gata del 17 ‘B’.

“Un día de estos te van a meter en la cárcel, Gastón”. Dijo con un tono de preocupación que me conmovió.  (¿Cómo mierda sabía mi nombre?)
“Y . . . ¿Se puede saber por qué usted cree eso, señorita . . .?”
“Maite, mi nombre es Maite”. Se apresuró a revelar. “Es que eres una intriga, hombre; nadie sabe nada de ti, ni siquiera tu nombre”.
“Pensé que hace unos instantes usted me llamó por mi nombre . . .”, observé con un dejo de rabia.
“Sí, pero tuve que sobornar a medio mundo para descubrirlo”.
“Y ¿por qué le importaba tanto conocer mi nombre?”
“Es que el no saber nada de mis vecinos me pone muy nerviosa”.
“¿Y el saber . . .?” pregunté, pero no hallé respuesta alguna.

Es el misterio lo que hace de mí una persona . . .
Una persona ¿qué?  Pero si no soy nadie, sólo un pobre diablo que escribe.  Tengo un pequeño apartamento, con una habitación de grandes ventanales, donde duermo y sueño, donde creo mis ficciones reales, en secreto, para darlas a conocer luego al público, pero siempre quedándome con algo.  Tengo una sala de estar con sus paredes cubiertas de libros, una cocina muy mona que sólo la uso para preparar el café matinal, y un cuarto de baño donde también sueño.  Mi hogar es modesto, pero lleno de encanto—eso me dicen los que me han visitado; pero los que vienen no vuelven.  “En esta casa hay demasiados secretos; tú eres peligroso”,  comentan los visitantes.  “Representas un problema”,  me dijo mi novia, y jamás volvió a pisar mi apartamento; jamás volví a verla tampoco.  Había cometido el error de pedirle que compartiéramos un secreto  La pobre chica se asustó tanto que partió dejando la puerta abierta, con la esperanza de que mi cara diera a la luz.  Puse un aviso en la revista LIES que rezaba:  “Se busca novia.  Prerrequisito:  debe tener secretos propios”.  

Muchas veces me he preguntado ¿Cuándo comenzó todo esto?

Viene de familia. Lo llevo en los genes. Mi madre me dio a luz, pero jamás supe quién había sido mi padre. A pesar de haberle preguntado, ella jamás me dio una respuesta concreta. Sus explicaciones iban de “¿para qué quieres saber? ¿acaso eres policía?”, y “no me acuerdo”, hasta “jamás lo sabrás, es un secreto”. Sin explicar nada.  

Todo comenzó en el vientre de mi madre—probablemente antes—cuando todavía pendía de la estructura de dios, cuando todavía no vivía como humano, cuando habitaba en la oscuridad amniótica, cuando mis ojos eran líquidos, pero mi mente y disposición sólidas. Luego fui expulsado por el túnel oscuro al estadio de las luces, donde todo ha de saberse, donde no existe la tiniebla. Pero entonces todavía vivíamos en un mundo claroscuro. Todavía teníamos cierta vida privada.  Todos tenían algún secreto, hasta el cura. Luego . . .

Luego me enviaron a la escuela para iluminarme; mi madre se metió en grandes problemas por no querer dar el nombre de mi padre y por querer guardar en secreto nuestra historia personal. 

Y más luego . . . me ofrecieron un trabajo como verdad en un departamento de teología de una luminosa universidad. Lo tomé pensando que me hallaría con un centenar de misterios divinos, para darme cuenta que ni siquiera la religión era ya misteriosa. Acepté otro empleo como mentira en un juzgado, para proveer un poco de diversión en los juicios y entretener al jurado, pero me despidieron por hacerlos pensar demasiado y considerar los casos desde varias perspectivas, prolongando así el proceso y la sentencia, cosa que no era conveniente ni eficaz.

Hoy en día, con este sistema de los no-secretos, el crimen se ha reducido enormemente; los policías se han visto obligados a buscar empleo como criminales para darle trabajo a sus colegas, pero como se sienten culpables se  turnan, de manera que siempre haya trabajo y pocos pesares. Como nada es un secreto, los criminales son procesados con una velocidad tal que las cortes están casi siempre vacías: ya han comenzado a ofrecer sus salas en alquiler para fiestas públicas –públicas, no nos confundamos, las privadas han sido declaradas anticonstitucionales. 

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Acabo de conseguir un nuevo empleo, para poder mantenerme y así continuar escribiendo, pero por mucho tiempo me fue imposible:  tenía demasiados secretos, o eso argüían los empleadores y prefirieron no meterse en problemas—no todo era negativo, en su bondad prometieron guardar secreto y no delatarme a las autoridades. Creo que eso les daba cierto valor y propósito a su existencia.   

Yo, como el lector se puede imaginar, no soy rico, pero mi hermana sí lo es. Ella fue una de las primeras mujeres dispuestas a sacrificar sus secretos por la carrera.  Claro, la diferencia fundamental entre ella y yo es que ella sí conoce a su padre, tan bien como a su madre. 

La primera vez que me desperté (antes de las escenas públicas de mis vecinos) fue a la medianoche, cuando sonó el teléfono.

“Hola, Gastón.  Soy yo, tu hermana”.
“Por dios ¿por qué me torturas a estas horas? Espero que lo que tengas que contarme sea importante”.
“Es que estaba preocupada por ti”. (Yo a ella le preocupo mucho). 
“Estoy bien. ¿Por qué te preocupas?” 
“Es que acabo de leer tu anuncio en la revista LIES”.
“¿Y se puede saber qué hacías leyendo esa revista?”

Mi pregunta le molestó sobremanera, e hizo que se sintiera incómoda. Todo el mundo sabe que LIES es una revista pornográfica, que da sugerencias en cuanto a cómo vivir en el mundo de las luces sin secretos y aún así tener un secreto.  LIES es muy difícil de conseguir y, por supuesto, es ilegal, aunque el gobierno sabe de su existencia y la utiliza para dar a la población un poco de vida a través de ese vértigo que trae consigo lo prohibido. Al la vez, su circulación provee trabajo para la policía, abogados, jueces, y legisladores. 

Al regresar a mi apartamento, después de haber comprado el periódico, y antes de encontrarme con la gata, decidí caminar un poco, tomarme un café con leche y medialunas, pero terminé lavando los platos en la cocina. En este nuevo sistema de las luces ya ni siquiera se encuentran establecimientos donde acepten dinero en efectivo. Casi todos exigen tarjetas de crédito y el dinero está desapareciendo.  El café en el que me metí, sin saber, era uno de esos en los que había que pagar con plástico. Mediante la bendita tarjeta el gobierno rastrea las actividades de los ciudadanos y, de paso, el cajero se entera de toda la existencia del cliente, ya que su vida y pensamientos están codificados en la cinta magnética de la tarjeta, y se despliegan en forma subliminal mediante una pantallita electrónica (no me dirá el lector que no es magnífico todo este adelanto).  El propietario de la tarjeta lleva un implante cerebral que directamente transmite, en forma periódica, sus pensamientos, sentimientos y emociones a la tarjeta, y así el mundo se mantiene actualizado—si al menos fueran como Balzac, que llevaba el mundo adentro . . . . 

Como yo, en secreto, me negué a tener una de esas maravillas de la ciencia, tuve que lavar los platos en forma de pago. La verdad que cuando no tenía trabajo esa era una buena solución, sin dejar de ser un desafío el encontrar todos los días un boliche donde no me conocieran, o montar guardia en el lugar del desayuno hasta que el mozo terminara su turno, dejara el lugar a un nuevo mozo, para poder yo almorzar, y repetir la operación para la cena. Claro, eso si el restaurante valía la pena. 

Después de mi aventura de lavaplatos me fui a sentar en un banco de la plaza para leer el periódico. Una de las noticias me dio la idea para mi próxima historia. Saqué mi talonario de anotaciones, mi lapicera fuente que me ha acompañado por tantos años, y comencé a tomar notas. Lamentablemente, mientras mis ideas se transformaban en palabras y las palabras, como notas musicales, formaban acordes y los acordes aforismos, símbolos, imágenes, metáforas, un guarda parques notó mi libretita—cosa prohibida, ya que el escribir con lapicera fuente y no en formato electrónico crea secretos ilegibles para las autoridades—y me multó, impidiendo que mis ideas se cristalizaran.   

Sí, aún escribo con lapicera fuente sobre papel. Dicen que las costumbres, las tradiciones, cambian más rápidamente que las leyes; en mi caso es todo lo opuesto, pero más que nada es por fuerza de la necesidad. 

Mi inevitable regreso al apartamento y a mi trabajo hizo que mi frustración aumentara: la idea para mi historia se me había esfumado. Fue allí, en el ascensor, cuando en medio de la zozobra conocí a Maite por primera vez. 

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Desde que se implementaron las leyes de los no-secretos las autoridades, los científicos, los psiquiatras y psicólogos, notaron que la población se veía sometida al aburrimiento, y a los agudos dolores de cabeza. Este problema, por supuesto, traía aparejado el problema de la falta de productividad. Así fue como surgieron puestos de trabajos como el mío: CREADOR DE SECRETOS. Soy, oficialmente, un funcionario público.  

Escribo secretos porque tú no los tienes, querido ciudadano.

Mis historias están llenas de secretos legales, y son tele-transmitidas a diario a centenares de centros en la ciudad. La gente llama a estos centros BARES SECRETOS, y es allí donde van, pagan un arancel, se conectan a una máquina con un dispositivo electrónico, y reciben mis secretos. Por supuesto, esos secretos son sólo compartidos con un usuario, haciendo que sean únicos a cada individuo. 

Es mi secreto el que comparto contigo. 

Bueno, en realidad no es así, mis secretos son supervisados y deben ser aprobados por las autoridades antes de ser puestos en pantalla. Siempre, ese secreto, queda al menos entre tres personas. El usuario, como conoce el procedimiento, se beneficia de la inyección diaria de secretos, y a la vez se siente absuelto de culpabilidad porque sabe que el gobierno ya conoce nuestro secreto.  

La verdad que los únicos que se benefician de todo esto somos nosotros, los CREADORES DE SECRETOS, pero no todos los que ocupamos esa función somos iguales. Algunos se ven a sí mismos como productores de cine de Hollywood, y creen proveer entretenimiento sin demasiado quebraderos de cabeza. Otros toman su trabajo como una expresión artística y mediante la metáfora crean, en realidad, un secreto real compartido sólo con el usuario, excluyendo a las autoridades.  

El mayor de los problemas es que la gente ha perdido la habilidad de pensar, y muchos de esos secretos jamás son develados; jamás recibidos; jamás comprendidos; jamás admitidos. Sólo después de muertos algunos de esos CREADORES DE SECRETOS son descubiertos por los académicos, y enseñados en los departamentos de literatura, pero esas mentes científicas jamás serán capaces de descifrar los secretos tampoco, y así permanecen entre unos pocos.

Tú, lector ¿has descubierto el mío?  Claro que no: todavía estoy vivo.

¿Compartirías conmigo mi secreto? Un secreto que marcara este instante como único entre tú y yo. Irrepetible, irreproducible.

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“Bueno, dime Gastón ¿necesitas que te envíe algo de dinero?”
“No, hermanita, ya tengo empleo. Soy CREADOR DE SECRETOS. Me pagan para escribir y crear secretos”.
“¿De veras?”
“Sí. Si no me crees puedo enviarte mi último CD”.
“Me encantaría. Envíamelo pero, por favor, no pongas en el sobre alguna de tus frases comprometedoras, como Privado, o Personal”.
“Bien, te mandaré una copia cuidándome de la censura gubernamental”.

La legalidad . . . no escribas en el sobre ni privado ni personal. Crear el secreto, mantener el secreto, escapar de lo legal, y continuar viviendo. 

Detrás de toda mujer de genio, siempre hay grandes secretos. 

Sin secretos, todo haciéndose público, la gente deja de pensar, sus pensamientos son condicionados. Lo peor no es que dejan de pensar sino que dejan de sentir.  Los sentimientos, las emociones, son elementos antihigiénicos en esta sociedad.  Causan vergüenza, no son prácticos, son improductivos: nos ablandan el corazón. Con un corazón blando damos lugar a la compasión—sentimiento totalmente prohibido hoy en día. 

Es el corazón lo que nos traiciona, lo que nos hace retroceder y pensar dos veces antes de cerrar un trato comercial. Es el corazón lo que nos hace permanecer en casa cuando un ser querido se enferma, o muere. Es el corazón lo que nos lleva a contemplar la puesta del sol a través del ventanal de la oficina, en lugar de concentrarnos en el trabajo. Es el corazón lo que nos traiciona. Sin secretos, sin corazón, se forja una raza perfecta: no hay siquiera emociones de orgullo, ni de placer, ni felicidad, ni tristeza. 

El día que descubran mis secretos sucederá una de dos cosas: me matarán, o me convertirán en un ser perfecto.

Por suerte mi hermana todavía mantiene ciertos secretos; todavía no ha alcanzado la perfección. Mutuamente pero por distintos motivos nos preocupamos el uno por el otro.

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Una vez concluida mi jornada de creación, y extrañando el tener una novia, se me ocurrió que quizá podría hallar una en los BARES SECRETOS. Fui a uno cerca de mi apartamento llamado El iraquí. Al entrar uno se encuentra con una elegante barra de cristal transparente, iluminada desde abajo con luces verde pálido; los perfiles de la barra están biselados y así el color verde se pronuncia, formando una línea en todo el contorno de la barra. Al apoyar la copa sobre la superficie cristalina la luz produce el mismo efecto. La mayoría de los clientes son mujeres—ellas son las últimas en revelar sus secretos, y las que más se resisten a dejar de tenerlos—por eso busco novia en estos lugares. La barra es el lugar de precalentamiento; el alcohol altera los reflejos y el corazón se ablanda, haciendo más real la experiencia virtual de la diálisis de secretos.  

Detrás de la barra se hallan los cuartos apropiadamente denominados Secretos Virtuales, y están dispuestos uno contiguo al otro con un número en la puerta.  Cuanto mayor es el número, mayor y más elaborado es el secreto virtual. Los novicios van a los números menos significativos, ya que la experiencia puede ser fatal si no se la hace progresiva. Por supuesto, yo me metí en la habitación 10, esperando encontrar formas humanas más o menos interesantes. 

La larga hilera de máquinas estaba casi completamente ocupada; sus usuarios se sientan en unas butacas ergonómicas que los obliga a incrustar sus rostros en una cómoda almohadilla gelatinosa, desde la cual las imágenes secretas son inducidas a la sinopsis neuronal. Una mullida baranda une la almohadilla a la butaca, en un ángulo de 45 grados, y mantiene la espalda del cliente alineada con respecto al resto del cuerpo, haciendo que los glúteos se vean más respingados de lo que realmente son. El cliente inserta su tarjeta de crédito en la máquina y el secreto, junto con las emociones experimentadas durante su inoculación, es grabado en la cinta magnética, de modo que el mozo del café también recibe una dosis del secreto creado en forma única para una persona única. 

Yo, como no me adhiero al plástico, no tengo acceso a las máquinas, pero tampoco me interesa; mi concurrencia a esos establecimientos tiene otro propósito: el hallar una novia más o menos [a]normal. 

En la barra chequeo las mujeres que ingresarán a las salas; en las salas observo las reacciones de aquellas que me interesan a la vez que paso lista a las que no estaban en la barra, pero que después de la infusión de secretos pasarán por ella para afianzar la experiencia y sellarla con un poco más de alcohol. Es en esa última etapa del proceso en la que yo me las encaro. 

Mientras caminaba por entre las máquinas, uno de los traseros femeninos forrado en cuero negro me llamó la atención, como si ya lo hubiese visto antes.  En ese mismo instante la joven terminaba de ingerir su secreto y desprendía su rostro alterado, casi desfigurado, de la almohadilla. La reconocí inmediatamente: era la gata del 17 ‘B.’ Giré sobre mis talones y decidí partir lo más rápido posible; no tenía ningún deseo de conversar con alguien que había sobornado para descubrir mi nombre. Una mujer así hurgaría incesantemente en mis secretos hasta llevarme a la ruina. 

Salí del bar sin pagar, y sin lavar los platos.  

Desilusionado quise volver a mi apartamento por otro camino, para distraerme un poco, y descubrí un nuevo bar, el Intimidades, donde además de alcohol venden habanos. Entré y pedí un vaso de agua en la barra. No habían pasado ni dos minutos cuando escuché a mis espaldas mi nombre:

“Hola Gastón. ¡Qué coincidencia! Nos vemos dos veces en un mismo día”.
“Hola, Maite. . .” 
“En El iraquí acabo de inyectarme uno de tus secretos”.

“Mala señal”, pensé. O esta tipa es más inteligente de lo que pensaba o es un agente del gobierno, de otra manera ¿cómo se explicaba que supiera cuál era mi profesión y que su secreto virtual era el creado por mí? Me dio miedo, pero la atracción era fatal. Hay veces que el precio es alto, pero el gozo es exacto. 

“Ah, y ¿qué título tenía?”
Journal du secrète[ur], es tuyo ¿verdad?”
“Sí,” respondí con cierta frialdad.  “Pensé que, según lo que me dijiste esta mañana, yo era un tipo con demasiados secretos. . .” –yo mismo me sorprendí al escucharme tuteándola.

Maite se sonrió y se fue a las máquinas sin pedir ni una copa ni habanos. Al dar la vuelta a la esquina se volvió para mirarme y sonreír, otra vez, a modo de invitación.

Existían dos posibilidades: que Maite fuese una chapada a la antigua, con tantos secretos como yo mismo tenía—esta teoría resultaba ilógica ya que utilizaba las máquinas y tenía tarjeta de crédito—o que fuera una abusadora de hombres débiles. En el último de los casos resultaba peligroso, porque el Don Juan—masculino o femenino—no difiere en su pasión por el sexo opuesto al alcohólico y su pasión por el vino, ni el uno ni el otro pueden (o saben) discriminar. Sea cual fuere la situación, caí y quise descubrir su secreto. Mi profesión me aventajaba.

Estaba a punto de conectarse a una de las máquinas, pero en lugar de encontrarse con la almohadilla su boca encontró la mía. 

La invité a dar una caminata, y le hice la mortal pregunta: “¿Compartirías mis secretos esta noche?”

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Camina conmigo esta noche.  Tomados de la mano, a través de la locura de la secreta complejidad de la narrativa. Camina conmigo a través de las arrugadas calles sin secretos, creando nuestros secretos.  Camina conmigo por entre los bares con sus letreros de neón, señal del sueño. Camina conmigo a través del panel de palabras exactamente clavadas en el papel arrugado: la historia de mi vida; la historia de tu vida; la historia de nuestra vida; la historia de cómo nos conocimos, y de lo que pasó antes de conocernos. Camina conmigo por el mundo de la oscuridad, de nuestra historia singular y secreta, única y pertinente sólo a nosotros. Quizá no me entiendas ¡qué va! Ni siquiera yo me entiendo. Es probable incluso que a medida que yo invente mis secretos tú inventes su interpretación  Camina conmigo a través de los vocablos exactos e indescifrables. La posibilidad de que dos mundos tan dispares lleguen a unirse en el espacio es casi inconcebible, pero el deseo del secreto es atroz. Camina conmigo, hasta crear planetas . . . hasta escribir nuestra secreta historia de amor.

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De regreso al edificio de apartamentos, mano en mano, como dos adolescentes, planeamos el futuro. Soñamos con abrir un bar en la playa, con paredes revestidas en libros, con un pequeño escenario en la esquina que tuviera un piano y otros instrumentos musicales. Un bar donde el fumar no estuviese prohibido, y donde las conversaciones y lecturas permanecieran en secreto. Un bar de gente [a]normal, sin académicos, sin hombres de negocios, sin teólogos, sin abogados, ni policías ni jueces. Pero entre la ilusión que nos hacía el sueño nos dimos cuenta de su imposibilidad: ¿quién iría a nuestro café? Nadie. La gente de hoy en día cuando va de vacaciones a la playa quiere mantenerse dentro de la ley, no disfruta del café ni de la lectura; no disfruta de las acaloradas discusiones ni de su belleza. La gente de vacaciones se la pasa conectada a las máquinas de secretos virtuales, y se alimentan por intravenosa: es más seguro y menos obsceno. 

La seguridad, siempre, implica la pérdida de la emoción.
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Esa noche escogí la no-seguridad, no usé protección; ella fue mi lectora y mi secreto fue transferido. El Viejo decía “Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”. 

Esa noche mi hermana no me despertó, ni los vecinos tampoco, ni siquiera el diariero al amanecer. Me despertó su secreto perfume de mujer, que sólo yo podía descifrar. Me sentía afortunado. Pensé: “Finalmente he hallado en ti lo que siempre he buscado: un mapa de rutas secretas, que me llevan al Sur, donde los secretos todavía existen en cierta medida”. No la desperté, y la contemplé por un instante que me pareció una eternidad. La luz matinal ya entraba en mi retina, volviéndome a una realidad que se me antojaba surreal. En silencio y en secreto salí a comprar el periódico. Esta vez no me encontré con nadie en el ascensor, ni de ida ni de vuelta. Mientras caminaba medité sobre el destino: jamás creí en él, pero siempre creí en el azar y cómo afecta nuestro cambiante destino. ¿Qué hacer cuando el azar golpea a nuestra puerta? 

Al llegar al apartamento me apresuré a la cocina a preparar dos tazas de café y las llevé a la habitación. 

Mi cama estaba vacía.

Dejando todo de lado subí al 17 ‘B’ pero nadie contestó la puerta. Azar-Destino. Por primera vez supe su apellido, una placa de bronce encima del timbre me revelaba su secreto: “Profesora Dr. Maite Secrèteur. Department of Comparative Literature, Southern University”.

La secretaria del departamento de letras me informó que Maite había partido esa mañana de sabático por seis meses, pero no podía darme más información. Se me había pasado por alto que los profesores tienen carta blanca al mundo de los secretos. Para las autoridades, en el caso de los profesores, secreto es sinónimo de investigación. En el caso de los académicos, la investigación se trata justamente de descubrir secretos y de mantenerlos así hasta su publicación. En otras palabras, mi primera intuición fue inequívoca: Maite era un agente del gobierno, pero ni ella lo sabía: había sido víctima del secreto gubernamental. Nunca supo, ni jamás sabrá, que abrimos las puertas de nuestras casas y hacemos públicas nuestras vidas, sólo para esconder nuestros secretos más negros. 

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Todavía sueño con ella por las noches; todavía la espero; todavía me la imagino en el ascensor cada mañana; todavía guardo la esperanza de encontrar mi mapa una vez más. A veces, cuando camino por la playa, veo sus huellas por delante de las mías, pero no la veo a ella. En el amor uno perdona cosas que jamás perdonaría en la amistad. Es curioso ¿verdad? 

Todo esto ya ha sido escrito antes; mi secreto pertenece a otros, y sus secretos también me pertenecen a mí. 

Creo que han descubierto mi secreto.

¿Qué hacer cuando el azar golpea a nuestra puerta? Utilizarlo para continuar creando secretos.

¿Y tú, lector? ¿Has descubierto el mío? 

Créeme, después de todo soy profesor y no escritor.  


Jorge R. Sagastume ( Buenos Aires, Argentina, 1963) Realizó sus estudios de doctorado en Vanderbilt University, EEUU, con especialización en literatura y filosofía. Es cuentista y critico literario, y ha publicado tanto sobre autores argentinos como extranjeros, así como en el área de semiótica teatral y teorías de la traducción. En 2004 fundó la revista internacional y multilingüe Sirena: Poetry, Art and Criticism, publicada por la Johns Hopkins University Press. En la actualidad Jorge dicta clases de literatura hispanoamericana y estudios latinos en Dickinson College, Pensilvania, EEUU; universidad en la cual también cada año organiza el festival internacional de poesía Semana Poética.