jueves, 1 de diciembre de 2016

Jorge Calvetti: El Gran Gilbert



Jorge Calvetti




















 

Tras haber recorrido por Europa tantos esplendores:
la perfecta Alemania, Roma o Zurich,
en Barcelona
amigos generosos me mostraron
los recónditos lujos de Gaudí, de Picasso y Miró.
También el Barrio Chino,
donde el germen eterno de la vida enardece
más allá de lo creíble,
donde ojos humanos tienen garras
y miran
y quieren herir la vida para siempre.
Allí, en un bodegón, vi al Gran Gilbert,
un anciano procaz, de más de ochenta años,
que empolvado y pintado,
con un gran abanico de plumas
quería imitar a  una vedette.
Con esfuerzo grotesco
cantaba y ensayaba penosamente el baile
entre las carcajadas de un público dispuesto a todo,
como a la risa y al aplauso,
y que, en el colmo del escarnio,
le arrojaba flores viejas y cigarrillos encendidos
que él agradecía con inclinaciones y saludos reverentes.
Con inmensa amargura (puedo decirlo ahora)
asistí al espectáculo tristísimo
como en una sombría alucinación.
Porque detrás del abanico, entre el humo y los gritos,
yo veía a alguien que no me era extraño
y a quien reconocía vagamente.
Hoy tengo la certeza de que aquella noche,
hasta ese sótano bohemio me condujo el destino,
porque allí, como ante una ventana que diera
                   al otro mundo
o a una ignorada realidad más alta,
pude entrever esta verdad:
también nuestra vieja   alma, amigos,
pintarrajeada y empolvada, disimula lo que es,
y vestida de buenas intenciones
quiere mostrar una apariencia  de belleza.
No la vemos,
por eso nadie ríe, ni se burla, ni aplaude.
pero un día, como en aquella mágica bodega,
nos veremos las almas tal cual son:

tétricos fantasmas  que agradecen la vida
haciendo reverencias, solemnes reverencias,
hasta que Alguien, ¡quién sabe desde dónde!
diga basta
y haga caer el telón.

Jorge Calvetti (S.S. Jujuy, 1916-Buenos Aires, 2002).